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Dieciséis

Salimos de la carretera para dar vuelta “en u” a la derecha y pasar bajo el puente tras el cual comienza el caserío. Atravesamos un par de cuadras polvorientas, empinadas y feas, hasta llegar donde termina la calle y lleva metros de nacido el cerro. Es una construcción de habitaciones adustas, amontonadas vertical y horizontalmente, incrustada en los lugares más imposibles de la loma. Atardece. Dejamos las bicicletas encadenadas al pasamanos de las escaleras que conducen al departamento de mi ex-vecina. Ella, sonriente, abre la puerta antes de que toquemos y amablemente nos hace entrar. Sentados los tres en la salita, platicamos de varias cosas mientras la noche se instala por completo. Detrás de tus hombros, aparece algo por la ventana. Es de un color verde pasto brillante, de unos 20 centímetros de alto y textura aterciopelada. Brinca sobre tu hombro izquierdo y se para sobre la mesa de centro. Se retuerce. Nos mira. Se retuerce. Entonces, de un frutero, agarro un plátano -también verde- y se lo acerco. Algo se abalanza sobre mí, casi muerde mi mano, y engulle el plátano con todo y servilleta. Algo regresa al canto de la ventana. Nos mira. Se retuerce.

Ella se levanta para hacer algunas llamadas telefónicas. Después se dirige a la estufa y prepara algo de comer, antes de que lleguen ellas. Te dejo en la sala junto a algo y voy hacia donde está ella, para ayudar. Suena el timbre. Ella se dirige a la puerta. Recibe a las invitadas. Se demoran en los saludos. El arroz se quema. Una de ellas, al oler la comida calcinada, viene a la cocina. Mientras intentamos hacer desaparecer el humo moviendo nuestros brazos como aspas, una de ellas me cuenta historias acerca de su marido embrujado y “cuatro maneras distintas de morirse diariamente cuatro días”. Cuatro maneras al día por cuatro días. Dieciséis. Regresamos a la sala.

Silencio.

Algo escapa por la ventana, detrás de ti.

Mejor pedir una pizza. Otra de ellas dice que debe ir al cajero automático antes de que llegue el repartidor. Decidimos ir todos. Tú y yo quitamos las cadenas, levantamos la mirada y observamos una calle vacía, obscura, tétrica. Ellas ya no están.

Quedamos solos.

Pedaleamos prácticamente a ciegas.

Llegamos al puente antes del cual acaba el caserío. No podemos encontrar, no logramos entender.

Cada cierto tiempo bajamos un pie para intentar guiarnos, palpando torpemente el borde del asfalto maltrecho.

Pero es en esa soledad del trayecto que van apareciendo lentamente rumores vagos, aleteos de hormigas. Acarician el aire, tejen susurros nictálopes para hacernos tambalear.

Al regreso brusco de la luz los descubrimos; los vemos caminando sobre la carretera, simulando ignorarnos, yendo hacia sólo ellos saben dónde.

Siento miedo. Te pido que regresemos.

Uno de ellos aprovecha mi impericia y lentitud al maniobrar para tomar el sentido contrario y, sin amagos, me da un golpe seco en la espalda. Me detengo, sorprendida, tratando de comprender. Otro de ellos -su pareja- me golpea también.

Intento retomar la marcha, alcanzarte. Me miras sin expresión, desde lejos.

Un coche avanza despacio por la carretera, hasta llegar cerca de mí. El copiloto baja la ventanilla y ofrece a uno de ellos un objeto. Uno de ellos lo toma. Uno de ellos me derriba de un batazo. Golpes.

Llueven golpes.

Las alas ajenas me aprisionan. Las mías sólo me hacen tropezar.

Me miras sin expresión, desde lejos.

No amanecerá.

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