Recuerdo cómo me gustaba mirarte en esa esquina. Descamisado tú, el alma sin camisa. Desde la banqueta veía tensarse tu carne magra y ceniza que fue para mí tantas veces única almohada, vuelo trasatlántico, trinchera alada…
Incendiabas el aire bajo el semáforo, casi del mismo modo en que incendiabas luego las cobijas de mis brazos. Y brindábamos con el calostro amargo del subsuelo y me mareaba tu aliento a hambre y gasolina y mareada me iba durmiendo mientras te decía “mi dragón, mi flama”.